Sí, es verdad. Está el retiro. Y no es poca cosa. Es una maravilla de lugar, lleno de resquicios de misterio entre vegetación ordenada. Pero los árboles siempre tienen algo de salvaje como la lluvia siempre tiene algo de grave aunque sea muy leve.
Pero hay poca naturaleza en la gran ciudad. Más allá de los árboles que habitan algunas privilegiadas calles, gracias a que inteligentes hombres del pasado les dieron la oportunidad.
Estoy de paso en Madrid. Unos días por cuestiones laborales. Hace años que viví aquí, ocho seguidos para ser exactos. Siempre que vuelvo se mezcla la nostalgia con la sorpresa. Ir encontrar viejos lugares secretos reconvertidos, transformados, como una nueva arruga en la cara del espejo matinal. Pero siempre tuve esa sensación de asfixia natural en mis años madrileños, que pude suplir con caricias, descubrimientos juveniles y diálogos cómplices y verdaderos.
Supongo que se debe al hecho de ser isleño. Criarse rodeado de mar y de monte es una cualidad física más, como ser rubio o bajo. Es algo inmanente, que perdura en tu identidad de forma indeleble. Quizá sea eso por lo que la gran ciudad se me hacía tan densa. Tanto cemento como telón de fondo de mares de pies que se entrecruzan como serpentinas de una fiesta interminable. Sonidos que acompañan paseos solitarios a ninguna parte, empachados del exceso, exceso de todo. De ofertas, de reclamos publicitarios, de embriaguez, de miradas fugaces y de olvidos. Olvidos que se olvidan en el acto porque la fiesta de pies serpentinos sigue, incansable.
Pero a lo que iba: justo acabo de salir del metro. Solo llevo un día aquí y era la segunda vez que me montaba en el ese pasadizo espaciotemporal subterráneo tan tragicómico. Donde el tiempo pasa según la cadencia de cada cual, como bien relataba Cortázar en El perseguidor, su abstracción sobre el excepcional saxofonista Charlie Parker. Pues bien, en ese trayecto en metro me encontré a tres personas que llevaban una planta. Sí, un ser vivo vegetal en su maceta. Como una mascota pero que, en vez de tener orejas, tiene hojas. Los tres, dos chicos y una chica, en momentos distintos, subían o bajaban del vagón con su rústico acompañante.
¡Una moda!, pensé. Al fin y al cabo están muy popularizadas esta temporada las vestimentas con estampados con motivos florales y vegetales. Y los hábitos saludables, la comida vegana y la estética vital slow. Es decir, vete despacio que paladeas más y vives más tiempo. Pero claro, ¿cómo se hace eso en una ciudad donde las serpentinas no paran de girar, caer y revolotear humaredas atascadas?
Una planta. Sí, como en Instagram. Muchos salones llenos de plantas acaparan muchos miles como corolarios de selvas urbanas, remansos de edén en la jungla de asfalto, adalid de la paz vegetal en un ecosistema hostil.
Porque al final se trata de eso, ¿no? De crearte tu ambiente y rodearte de emociones que te correspondan. No tienen que ser estrictamente emociones que comúnmente entendemos como positivas. Dependiendo de la persona, cada quien desea distintos tipos de emociones. Incluidas las perversas, más allá de su corrección ética porque ahora no hablamos de eso. Sino de supervivencia, en su sentido más primitivo.
Porque el ser humano busca eso, reconocerse en su propia proyección para sobrevivir al ahora. Y sí añora el medio natural en un territorio que ha erradicado la naturaleza de su entorno inmediato, pues se hace un tatuaje de un cactus en la muñeca o de una serpiente en el antebrazo o carga una planta, grácilmente, en el metro, que a su vez y paradójicamente, lucha por sobrevivir dentro de la bolsa plástica que la envuelve, o al golpe que le propina un codazo que busca espacio vital en el interior del vagón.
– Lleva la planta como un trofeo de autoayuda, pensé sarcásticamente. Sin alegrarme de haberlo pensado porque en realidad me pareció un pensamiento cruel. Porque quizá no tiene nada que ver con eso y simplemente es un regalo de un amante al que no puede ver a diario. Y la planta reemplaza su presencia. En fin, supervivencia al fin y al cabo.
Y sí, nuestras ciudades superpobladas y supertotales tienen poca naturaleza. Poca evidencia de los ciclos, de la vida, de la muerte, de presencias vivas que muestran sus cambiantes rostros con el paso del tiempo natural. Lo fugaz lo acapara (casi) todo. Simulacro, que lo llaman algunos pensadores malditos.
Parafraseando a John Berger en su obra Mirar (1980), el escape se puede encontrar en saber mirar con nuevos ojos para encontrar esos resquicios de magia natural que no abunda en las urbes.
Como en el retiro, o en una esquina de Malasaña donde un dibujo de una bruja coloniza una esquina y saca una sonrisa traviesa a un turista. O donde un local rural en pleno centro ofrece verdura a la parrilla con sabor a pueblo. O en las locuras musicales de un percusionista callejero.
El poder de la mirada, para hacerte dueño de tus propias emociones. De tu propia planta, que llevas con gracia en el metro para colocarla en una estantería de casa porque te gusta vivir con una planta en casa. Aunque tengo que decir que yo huí. Con ganas. Y ahora disfruto pegado a la tierra, como un caracol a la sombra de una hoja. Porque la autenticidad de la vida no admite pantallas sin texturas. Y necesito esa tipo de relación desmediatizada con el mundo.