En un mundo en el que todo pasa (y se repite) tan deprisa, cada vez cuesta más contemplar las cosas con calma. Como en las novelas de Murakami, darse el gustazo de sentarse conscientemente en un banco a la salida de una estación de tren a ver pasar a la gente. Observar gestos, reacciones, intercambiar miradas, sensaciones y mapas faciales.
En el mundo del audiovisual es complicado encontrar propuestas que regalen estos espacios de paz. Espacios de contemplación audiovisuales como, por ejemplo, ver “crecer” a un niño en diez minutos a través de las diversas emociones que experimenta mientras vive un espectáculo teatral,que no tienen ninguna preocupación por el tiempo externo ni por la duración del producto sino por el tiempo verdadero, el que produce cambios visibles en la vida.
Bebés (Thomas Balmes, 2010), pone el foco en la importancia del tiempo real “lo que pasa en pantalla” mientras el espectador observa las acciones que se muestran.
El género en sí mismo, llamado académicamente documental observacional, es arriesgado porque se enfrenta a la falta de paciencia de la actual cultura audiovisual de consumo rápido. Mientras tanto, en Facebook se ponen de moda los microvideos que se reproducen solos en el muro bajo amenaza de dejar de ser vistos si pierden un ápice el ritmo frenético que necesitan tener para ser consumidos en ese lapso que el espectador les permite hasta que decida dar otro toquecito a su smartphone para hacerlo desaparecer bajo otro vídeo similar… En una carrera por impactar lo máximo posible en el menor tiempo posible, haciendo uso de imágenes estandarizadas y remezcladas en múltiples situaciones comunicativas, como piezas neutras y multifuncionales de puzle. Y es entendible: ante la enorme sobreabundancia de estímulos, es narrativamente lógico y coherente proponer vídeos ágiles, de fácil digestión y extremadamente cortos.
Sin embargo, no todos los contextos de consumo mediático comparten la misma naturaleza temporal. En algunos (pocos) cines y frente al televisor, conectado a algún dispositivo que reproduce películas, podemos aún disfrutar de la observación de la vida a tiempo real. Porque, al fin y al cabo, la vida a tiempo real no ha dejado de suceder.
Bebés plantea un relato honesto, cuya principal virtud es el acceso remoto, es decir,situarnos a medio metro de distancia de acontecimientos cotidianos que transcurren en lugares ajenosdifícilmente accesibles. Durante la película asistimos a una selección de momentos del crecimiento de cuatro bebés, que se crían de forma simultánea en puntos geográficos muy diferentes y alejados entre sí: Ponijao, en Namibia; Bayarjargal, en Mongolia; Mari, en Tokyo, Japón, y Hattie, en San Francisco, Estados Unidos.
Lejos de caer en los tópicos y las comparaciones reduccionistas propias del etnocentrismo cultural, el director obtiene la confianza de distintos grupos humanos para que los espectadores disfrutemos de sus particulares naturalezas, espacios e interacciones con el medio. La historia nos hace reflexionar -sin dirigirnos la mirada- sobre los relativos umbrales de lo material, de lo social, del peligro, de la seguridad y de las relaciones humanas. Pero no desde un punto de vista ético-moralista o político, sino desde una sutil transparencia antropológica y didáctica que nos asoma a la realidad “darwiniana” de la adaptación al medio. La prosperidad no depende de un factor inmutable, sino que es un concepto variable que adopta distintas caras en función de las demandas del entorno.
Esa es la potencia de la filmación limpia y paciente, que enriquece nuestro conocimiento de los demás, independientemente de las diferencias porque nos damos el tiempo necesario para percibir y disfrutar del vínculo humano, del deseo de crecer, de andar, de comprender, de aprender y de jugar de todos los bebés del mundo. Y además, el propio tempo de la narración facilita una fotografía preciosa que nos enseña otros mundos, nuestros mundos, sus energías y sus objetos con una profundidad que sólo una cámara de cine puede conservar. Para hacernos entender, pero sobre todo sentir.