La fe en las cosas hace que se hagan realidad. La fe en que cada día puede pasar algo nuevo, que la vida cambia constantemente según la búsqueda del caminante. Caminar en el vacío como respuesta al miedo, como rebelión al tedio y como forma de comprender lo que sucede. Desde dentro de los paisajes, comprendiendo los rostros que lo componen, las personas que lo habitan. Preguntándose retóricamente por la existencia efímera de lo viviente. Como la fotografía. O el cine sin un sujeto único, en el que el protagonista es el viaje, el impulso, el juego de lo que se intuye y se materializa.
Emociona ver a una anciana de 90 años subir una torre para dar vida a una idea fugitiva de la lógica. En Visages villages (2017), Agnès Varda, cineasta francesa, acompaña al fotógrafo Jean René en una tira de fotograma que ellos mismos van ideando. Soñando con escenas efímeras que hacen realidad los protagonistas a los que retratan en distintos escenarios y cuyas fotos acaban formando parte de la arquitectura, pegadas a tamaño gigante. La verdad documental se apodera de la ficción de lo real en una paradoja del significado que fascina tanto a los autores como a los retratados. En realidad, la fotografía celebra la vida. Su milagro. El formar parte del mundo por un instante y comprender su escurridizo sentido como parte del todo.
La película tiene un ritmo interno musical, ajeno al reloj, siguiendo un pulso propio. Los compases de una melodía infantil que se va tarareando de memoria sin querer. Porque cada decisión que toman los directores corresponde a una postal encadenada a la anterior, que dialoga con sus propias inquietudes, fruto de su amistad y que produce una mirada compartida. Aceptar la intriga del futuro con tal convicción y espíritu infantil que convierte el presente del espectador-actor en una sucesión de revelaciones espontáneas. El espíritu libre de quien se resiste a dejar de crecer y no para de buscar en la sencillez de las cosas, la belleza de los paisajes y la rotundidad de los rostros para encontrar retratos verdaderos y respuestas en forma de lúcidas alegorías vitales. La recompensa del viajero incansable que regala magia a los aventureros que creen en su juego. Una oda a la imagen como culmen del ingenio humano, como fin en sí misma y como mapa vital de los ojos que la observan.