Érase una vez un jovencito que estaba en la cocina de su casa y, de repente, se fijó que el sumidero del
de fregadero salían pequeños hongos.
Extrañado fue corriendo a preguntarle a sus padres por qué eso sucedía y ellos asustados fueron y quitaron esos hongos con un cuchillo largo.
Días más tarde, el niño empezó a sentir algo raro en su garganta. No sabía exactamente qué era pero le molestaba al tragar y al respirar. Una de las veces de uno de los días que con su lengua jugaba entre sus dientes, tocó con la lengua la forma de una seta. Una furtiva mirada al espejo con la boca abierta lo confirmó.
– Me pasa como al fregadero de la cocina, pensó. Pero no se atrevió a decírselo a nadie.
Pasadas unas semanas, la seta se hacía convertido en un pequeño arbusto y unos días más tarde ya empezó a ser visible. Todos a su alrededor se preocuparon muchísimo. El jovenzuelo hacía días que ya no podía hablar, tan solo conseguía agitar el pequeño arbolito que salía de su boca en señal de aprobación o negación ante lo que los demás le decían. Los médicos no encontraron remedio, decían que era producto de la adolescencia y que ya pasaría solo. es decir, que se marchitaría tal y como había crecido.
Pronto, la seta-arbusto comenzó a ser un obstáculo aberrante. El niño tenía dificultades para entrar en el ascensor, para jugar al fútbol o para sentarse en el pupitre de clase. Tanta vergüenza le daba que, a veces, se camuflaba en cuanto podía junto a otros arbolitos en zonas ajardinadas o en los pasillos junto a las macetas.
Hasta tal punto llegó la cosa que un día ya no pudo dormir en su cama. No cabía dentro. Y esa noche sus padres decidieron, muy a su pesar, que se quedase a dormir sentado, junto a un geranio, en el salón.
Pasaron varios días. Ya nadie intentaba hablar con él. Los esfuerzos que los demás hacían al principio por hacerle partícipe de las conversaciones aunque no pudiese hablar ya habían dejado paso a una indiferencia incómoda.
Una noche decidió salir de su casa. Algo parecido a una huida sin destino concreto. Tuvo que hacer un esfuerzo para salir por la puerta. Dando zancadas se aventuró en la oscuridad de la noche. Atravesó calles y avenidas. Llegó a las afueras, lejos de las luces de de la ciudad que brillaban a lo lejos, rebotando en el cielo anaranjado. Percibía la proximidad del bosque, hacia mucho que no iba. Tenía un vago recuerdo de haber ido hacía mucho, de pequeño. Un recuerdo agradable. Los primeros metros del bosque eran casi de asfalto pero pronto se olvidó de lo que había dejado atrás. Todo eran ramas, hojas y sonidos de todo tipo crepitaban bajo sus pies vegetales. Siniestros, amistosos y desconocidos.
Pronto estuvo tan exhausto que paró de andar. Se arrimó junto a un viejo tronco partido y se acurrucó. Sintió frío. Al poco rato, alzó la vista y vio un poco mejor entre la espesura del bosque. Sus ojos se habían habituado a la oscuridad y la tenue luz de la luna le permitió adivinar una entrada de roca junto a una ladera. Estaba totalmente recubierta de maleza pero no le quedó duda de que había una especie de cueva. Se levantó y fue hacía allí.
Al entrar se sintió casi como en casa. No estaba asustado, sino más bien aliviado. Estaba rodeado por fin de seres semejantes. Trozos de hierbajos y arbolitos poblaban el lugar a sus anchas.
No era una cueva profunda. De todos modos, no quiso adentrarse demasiado y se acostó cerca de la entrada.
– Esta cueva es suficientemente ancha para acostarme sin problemas, no como en mi cama, pensó con gran alivio.
En ese momento una punzada le recorrió el estómago. Echaba de menos a sus padres. Su casa. Sus libros y su habitación. ¿Qué pasaría mañana? Echaba de menos su voz.
Justo en ese momento, un enorme reflejo rojizo deslumbró la cueva. El chico se levantó de golpe, sorprendido y fascinado por el magnífico brillo.
Un dragón más pequeño que él estaba de pie al fondo de la cueva. Lo miraba fijamente. Lo podía ver porque aún quedaban restos de fuego que habían incendiado algunas hierbas secas del interior de la cueva, en las paredes, que hacían las veces de antorchas.
– Hola, dijo el dragón.
+ Hola, respondió el chico-árbol.
– ¿Eres un árbol?
+ Creo que sí, dijo dubitativo.
El chico tosió varias veces, con fuerza.
– Al menos así me ven los demás, añadió. Yo sigo siendo un chico de mi edad, aunque me gusta estar en el bosque. En la Ciudad no puedo hablar.
En ese momento el joven se sobresaltó profundamente. Se dio cuenta de que había podido hablar. Hacía mucho que no tenía esa sensación. Pero, ¿cómo podía ser? De su boca no había salido ningún sonido. Sin embargo, aquel dragoncillo parecía entenderle.
– No te asustes, dijo de pronto el dragón. Te entiendo porque sé leer tus ramas. Es fuego seco. Para que me entiendas, insistió: puedo leer tus pensamientos. En realidad esas ramas que tienes son palabras sin pronunciar, ideas que no has sacado de dentro y se han hecho materia, visible en forma de ramas y hojas. Pero tú puedes convertirlas en fuego y expulsarlas. Así podrás volver a la Ciudad a vivir, con los tuyos. Y regresar al bosque cuando quieras, como un niño, justo como la última vez que viniste, y seguir aprendiendo.
Para curarte sólo tienes que pensar en un cuento que se te ocurra y seguir el hilo. No vale con imaginar una historia y solo idear el principio, tienes que esforzarte en seguir construyéndola hasta el final. Haz la prueba.
El chico se sentó de espaldas al dragón, pensativo y un poco confuso. No se esperaba que alguien en esa cueva le hablase de unas ideas tan extrañas. Tampoco esperaba que su problema de ramas tuviera solución.
– No pierdo nada por intentarlo, pensó al fin. Quizá tengo historias atascadas. Cómo el fregadero de la cocina, recordó. Al fin y al cabo el fregadero se “arregló”.
El joven no tuvo que hacer grandes esfuerzos porque su mirada perdida en el suelo se encontró con una hormiga. La siguió con su vista hasta que el pequeño insecto desapareció detrás de una roca. Pero el chico se esforzó y siguió tirando del hilo: se imaginó que la hormiga estaba en una expedición, enviada por su comunidad para conocer una nueva cueva. Imaginó que la hormiga encontró un nuevo hogar confortable, que volvió para comunicárselo a las demás. Incluso imaginó cómo construyeron su nueva casa las hormigas, con sus muebles, su plaza del pueblo y sus tiendas. Hasta el campo de fútbol y la biblioteca. Al final su hormiga imaginaria se volvió a hacer real porque volvió a aparecer detrás de la roca.
El niño tuvo la sensación de que había pasado un buen rato pensando la historia. No le había costado tanto trabajo, fue algo natural, solo tuvo que intentarlo. Se había “dejado llevar” por una inercia suave y tranquilizadora.
Cuando se giró y alzó la vista en dirección al dragón, una bocanada de fuego salió de su propia boca. Se asustó tanto que sollozó ligeramente.
El dragón rió.
– Es normal, dijo. Es la primera historia que expulsas fuera. Has quemado parte de tus ramas. Verás que ahora andarás más ligero. Ya tienes el secreto para ser un chico feliz. Y que tus ramas crezcan invisibles en tu cabeza, según la forma de tus sueños. Eso sí, vas a tener que tener cuidado con tu fuego. Puedes quemar a los demás. Úsalo solo cuando sepas que vas a alumbrar y a calentar, ¿vale?
– De acuerdo, así lo haré. Por fin volvió a oír su verdadera voz, que encontró paso entre las ramas recién quemadas.
Cuando el joven regresó a su casa, sus padres estaban preocupados junto a la policía, por fuera del portón. También había otros vecinos. Al verle llegar, lloraron de alegría. Ya no tenía ramas. El el transcurso del camino las había quemado ideando otras aventuras imaginarias, pensamientos espontáneos. El chico se abrazo su familia y lloró alegre.
Ahora sus padres ven de vez en cuando como su habitación se ilumina de golpe al llegar la noche. Fuego de sueños y de historias encontradas por la imaginación valiente.